domingo, 6 de agosto de 2017

El adivino de la casa amarilla -- Luis Fayad


   Encontró con facilidad la casa, pues era la única amarilla de la cuadra. Golpeó y nadie respondió y, a la tercera vez, más por nerviosismo que por impaciencia, decidió entrar. Le habían dicho que el adivino siempre estaba en el primer cuarto a la derecha del pasillo, pero no vio a nadie. Se quedó largo rato sin hacer nada, ni siquiera observando el cuarto, y luego quiso salir de la casa. La curiosidad se lo impidió; entonces siguió por el pasillo buscando al adivino. Había más cuartos, y después, más pasillos con más cuartos. En ninguno estaba el adivino. Regresó, y ante la puerta de la casa se volvió con brusquedad. El adivino lo estaba mirando, lo miraba como si lo conociera desde hacía mucho tiempo.
   —Sabía que usted iba a venir —dijo el adivino.
   Leoncio no respondió.
   —Por eso me escondí —continuó el adivino—. Sabía también que yo iba a esconderme y que usted me buscaría cuarto por cuarto, y que yo me presentaría cuando usted fuera a salir de la casa. Me escondí porque sabía que a usted iba a sucederle una desgracia y no quería darle la noticia, y sabía que vendría a su encuentro porque yo estaba equivocado. Sabía que en este momento usted quizá quisiera preguntarme algo y que no se atrevería. También esto lo sabía.
   El adivino se retiró y Leoncio salió de la casa. Estaba intranquilo. Hubiera querido preguntarle al adivino si no se había equivocado de nuevo y si la desgracia se haría efectiva de todas maneras.

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